Ocho meses poniendo huellas en Latinoamérica. Ocho ya. Digo, amigos: viajar es incómodo. Que nadie engañe a nadie. Es duro –de cojones– llegar a un lugar, con toda tu vida a cuestas, sabiendo que nadie te está esperando en él. Los rostros desconocidos intimidan tu mirada, las calles parecen rotas y las noches, ajenas. Nada es casa. Ser nómada implica jugar a tomar decisiones, sabiendo que cada movimiento es decisivo y una mala jugada, fuera del confort, es más pesada. Vivir en la incomodidad requiere paciencia, pero cuando uno se adapta al hábitat… empieza la magia.
Algunos recuerdos marcaron mi alma tanto como los mosquitos selváticos lo hicieron en mi piel. Estábamos en un bus, bordeando el lago Titicaca, saliendo de Perú, entrando a nuestra querida Bolivia. Escuchábamos “Latinoamérica” de Calle 13. Y ahí, con el agua por horizonte, sucedió. Nos miramos, mi compañero y yo. “Soy las muelas de mi boca mascando coca, el otoño con sus hojas desmayadas, los versos escritos bajo la noche estrellada”, sonaba. Teníamos los ojos encharcados y la piel huida. Nos mirábamos con sonrisa, y queríamos estallar a llorar porque las palabras nos habían desbordado. Las emociones, qué cosas.
Estábamos en la carretera. Con un cartel y el pulgar activo. Habíamos dormido en una comisaría de Uruguay. Unos policías del interior del país nos habían cobijado y dado mate. Eran las siete de la mañana, llovía, no pasaba ni un coche, ni una moto, solo vacas cándidas apiñadas en camiones, directas al más terrenal de los infiernos: el matadero. Me hervía la sangre, pero ese es otro tema. Esperando apareció una ambulancia. Le hicimos señas “¡aquí, aquí!”, decíamos agitando los brazos, desesperados, como si hubiéramos naufragado. Y paró. ¡Paró! Corrimos hasta ella y subimos. Arriba, sentados donde se sientan los que acompañan a los accidentados, nos miramos. Reíamos. Qué sórdido, qué maravilla. Ahí estábamos, llegando a Tacuarembó en ambulancia, después de haber dormido en comisaría.
Recuerdo la navidad. Estábamos en un remoto pueblo de Bolivia, Villa Serrano. A las nueve de la noche del 24 de diciembre hubo un accidente: un hombre borracho estampó su coche contra otro. Esto era solo el preludio. Durante cuatro días bailamos chuntunquis al ritmo de las zampoñas, adorando al “Niñito” y compartiendo trago con la Pachamama. Un poquito para la tierra, otro poco para nuestros estómagos. “Full joda”, nos decían los chuquisaqueños regalándonos cervezas. Esos jóvenes tenían un aguante formidable. No dormían. No los seguíamos, no los podíamos seguir. Pasamos la navidad bailando y cantando agarrados de la mano copiando a los expertos, bebiendo chicha y riendo, por lo dantesca que nos parecía la situación. Éramos unos privilegiados.
Cuando llegamos, era tarde. Habíamos tenido imprevistos, y era tarde. Recuerdo pasear corriendo, rápido, para tener tiempo a verlo todo. Recuerdo oír el agua a lo lejos, cada vez más cerca, cada vez más fuerte. Cuando las vi, cuando vi las Cataratas de Iguazú por el lado Argentino, quería llorar. La inmensidad me robó las palabras. Y la energía –Dios, rebosante– me había atrapado. Era un cara a cara sideral. Cuánta vida, pensé mirando los litros y litros de agua que caían como una larga melena blanca. Lo vi todo y me llevé un trozo incrustado. Algunas sensaciones no se olvidan nunca.
Recuerdo una noche en Montevideo. Celebrábamos no sé qué en nuestro piso y habíamos organizado una fiesta, y tomábamos caipirinha. Sonó Daft Punk, “Lose yourself to dance”, y encontré a mi amigo Fadel. No sé cómo, la música filtró en nuestras venas y empezamos a sacudir caderas, brazos, pies, poseídos por el ritmo. Un espíritu afro desconocido saliendo a relucir. La canción no acababa nunca. El sudor chorreaba por nuestros cuellos y celebrábamos la vida en cada movimiento, en una especie de éxtasis artístico. Nadie nos miraba, estábamos en otra dimensión. Eso fue eterno.
En la Rainbow Mountain, Perú, sin aliento a 5.200m, bailamos también
Las experiencias de estos meses–muchas, muchas más que estas– han formado montañas y las energías se han vuelto agua. Qué paisaje. Viajar es incómodo. Que nadie engañe a nadie. Pero cuánta adrenalina. Digo, amigos: que viva la América. Esto, aquí, es magia.
P.Bal