Las emociones, qué cosas

Ocho meses poniendo huellas en Latinoamérica. Ocho ya. Digo, amigos: viajar es incómodo. Que nadie engañe a nadie. Es duro –de cojones– llegar a un lugar, con toda tu vida a cuestas, sabiendo que nadie te está esperando en él. Los rostros desconocidos intimidan tu mirada, las calles parecen rotas y las noches, ajenas. Nada es casa. Ser nómada implica jugar a tomar decisiones, sabiendo que cada movimiento es decisivo y una mala jugada, fuera del confort, es más pesada. Vivir en la incomodidad requiere paciencia, pero cuando uno se adapta al hábitat… empieza la magia.

Algunos recuerdos marcaron mi alma tanto como los mosquitos selváticos lo hicieron en mi piel. Estábamos en un bus, bordeando el lago Titicaca, saliendo de Perú, entrando a nuestra querida Bolivia. Escuchábamos “Latinoamérica” de Calle 13. Y ahí, con el agua por horizonte, sucedió. Nos miramos, mi compañero y yo. “Soy las muelas de mi boca mascando coca, el otoño con sus hojas desmayadas, los versos escritos bajo la noche estrellada”, sonaba. Teníamos los ojos encharcados y la piel huida. Nos mirábamos con sonrisa, y queríamos estallar a llorar porque las palabras nos habían desbordado. Las emociones, qué cosas.

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Estábamos en la carretera. Con un cartel y el pulgar activo. Habíamos dormido en una comisaría de Uruguay. Unos policías del interior del país nos habían cobijado y dado mate. Eran las siete de la mañana, llovía, no pasaba ni un coche, ni una moto, solo vacas cándidas apiñadas en camiones, directas al más terrenal de los infiernos: el matadero. Me hervía la sangre, pero ese es otro tema. Esperando apareció una ambulancia. Le hicimos señas “¡aquí, aquí!”, decíamos agitando los brazos, desesperados, como si hubiéramos naufragado. Y paró. ¡Paró! Corrimos hasta ella y subimos. Arriba, sentados donde se sientan los que acompañan a los accidentados, nos miramos. Reíamos. Qué sórdido, qué maravilla. Ahí estábamos, llegando a Tacuarembó en ambulancia, después de haber dormido en comisaría.

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Recuerdo la navidad. Estábamos en un remoto pueblo de Bolivia, Villa Serrano. A las nueve de la noche del 24 de diciembre hubo un accidente: un hombre borracho estampó su coche contra otro. Esto era solo el preludio. Durante cuatro días bailamos chuntunquis al ritmo de las zampoñas, adorando al “Niñito” y compartiendo trago con la Pachamama. Un poquito para la tierra, otro poco para nuestros estómagos. “Full joda”, nos decían los chuquisaqueños regalándonos cervezas. Esos jóvenes tenían un aguante formidable. No dormían. No los seguíamos, no los podíamos seguir. Pasamos la navidad bailando y cantando agarrados de la mano copiando a los expertos, bebiendo chicha y riendo, por lo dantesca que nos parecía la situación. Éramos unos privilegiados.

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Cuando llegamos, era tarde. Habíamos tenido imprevistos, y era tarde. Recuerdo pasear corriendo, rápido, para tener tiempo a verlo todo. Recuerdo oír el agua a lo lejos, cada vez más cerca, cada vez más fuerte. Cuando las vi, cuando vi las Cataratas de Iguazú por el lado Argentino, quería llorar. La inmensidad me robó las palabras. Y la energía –Dios, rebosante– me había atrapado. Era un cara a cara sideral. Cuánta vida, pensé mirando los litros y litros de agua que caían como una larga melena blanca. Lo vi todo y me llevé un trozo incrustado. Algunas sensaciones no se olvidan nunca.

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Recuerdo una noche en Montevideo. Celebrábamos no sé qué en nuestro piso y habíamos organizado una fiesta, y tomábamos caipirinha. Sonó Daft Punk, “Lose yourself to dance”, y encontré a mi amigo Fadel. No sé cómo, la música filtró en nuestras venas y empezamos a sacudir caderas, brazos, pies, poseídos por el ritmo. Un espíritu afro desconocido saliendo a relucir. La canción no acababa nunca. El sudor chorreaba por nuestros cuellos y celebrábamos la vida en cada movimiento, en una especie de éxtasis artístico. Nadie nos miraba, estábamos en otra dimensión. Eso fue eterno.

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En la Rainbow Mountain, Perú, sin aliento a 5.200m, bailamos también

Las experiencias de estos meses–muchas, muchas más que estas– han formado montañas y las energías se han vuelto agua. Qué paisaje. Viajar es incómodo. Que nadie engañe a nadie. Pero cuánta adrenalina. Digo, amigos: que viva la América. Esto, aquí, es magia.

 

P.Bal

 

El mar en mis sentidos

Paré, miré, respiré. La brisa primaveral, que nacía por allá, lejos, ensordecía mis oídos y separaba mi corto flequillo. El horizonte me parecía aterrador y, la inmensidad de la costa, demasiado grande para describirla a esa edad. Presionando fuerte la mano áspera y cálida de mi padre, me sentía poderosa y arropada. Él era la ola, yo la orilla. Paseábamos por la playa y reíamos. La arena cuidaba de mis plantas de los pies, mientras yo no me ocupaba de otra cosa más que de disfrutar y rastrear con la mirada conchas en la orilla. Veía muchas, me agachaba a por pocas.

Las olas bailaban al son del viento y nos arrebataban las carcajadas. Yo, ahí, ya era una escandalosa. Lo aprendí de mi padre. Se nos llenaban los ojos de arena, los oídos, las fosas nasales. Todo era arena conquistando nuestros rostros. Y, reíamos. Reíamos porque nos daba igual. Hasta que un inoportuno pincho, un obstáculo escondido en la arena húmeda, un erizo, probablemente, penetró en mi desnuda planta del pie izquierdo. Grité porque vi, en milésimas de segundo, la luna y las estrellas en medio de la oscuridad. “¡Aaaaah!”, bramé llorando, tirándome en la arena. Ese aullido llegó segundos después a los oídos arenosos de mi padre que me había soltado la mano. Y corrió asustado a socorrerme.

Mis lágrimas saladas se mezclaban, en mi cara, con la arena de la playa. Y las gotas de sangre resbalaban por mi pie, desde los brazos de mi padre, tiñendo la playa de un inapreciable color rosado. Buscábamos algún bar abierto para que me curaran la herida. Y encontramos el único. El camarero que conocimos hizo magia en mi pie. Yo, mientras me dejaba curar, cerraba los ojos, la garganta, los oídos, la sensibilidad. Sollozaba exageradamente y fingía estar desmayada.

Recuerdo bien ese día. Me sentí conectada al mar. Reí estúpidamente, lloré como la niña pequeña que era. Saltaba sin preocupaciones y no me importaba ni el viento, ni la arena, ni la herida.

Creo que ese día me enamoré por primera vez. Fue del mar. Del mar calando en mis sentidos. Del mar haciéndome sentir viva.

el mar

P.Bal

Poesía vieja, poesía joven

“Un poco de combustible antes de empezar”, anuncia el chileno Óscar Hahn desde el escenario. Coge la botella de agua que está sobre la mesa, la abre, sorbe, la deja. Vuelve a ella, bebe otra vez, la cierra. “Este poema se llama ‘El arte de morir’”, dice rompiendo el silencio expectante. Óscar Hahn, galardonado con el Premio Loewe 2014, abre su iPad y empieza a recitar. Nacido en 1938, el consagrado poeta, más maduro que mayor, deleita al público durante una hora con la serenidad de su obra. ‘Me instalé cuidadosamente doblado/ Entre la ropa blanca del closet/ Sacaste las sábanas de tu cama/ Y me pusiste de sábana de arriba/ Te deslizaste debajo de las tapas/ Y te cubrí centímetro a centímetro’. Los versos del chileno, eróticos en muchas ocasiones, son visuales y evocadores.

PoeMad, Festival de Poesía en Madrid, está celebrando su quinta edición en el Centro Cultural Conde Duque. Durante los días 29, 30 y 31 de octubre, el auditorio acoge recitales tanto de autores consolidados como de nuevos poetas emergentes. Una cita ecléctica que muestra los indiscutibles contrastes entre autores del panorama poético actual. En esta última jornada algunos de los ponentes son Óscar Hahn y los jóvenes Luna Miguel, Jesús Carmona-Robles, Óscar García Sierra y Rocío Torres.

El mexicano Jesús Carmona-Robles leyendo un texto que escribió en el metro

El mexicano Jesús Carmona-Robles leyendo un texto que escribió en el metro

Jesús Carmona-Robles explica por qué los jóvenes están ahí: quieren dar a conocer su nueva antología Pasarás de moda en la que aparecerán poemas de 36 autores jóvenes en español. Ellos cuatro no recitan sus propios poemas, sino los de compañeros ausentes. Jesús Carmona-Robles parece que emule a Allen Ginsberg: su barba, sus gafas, la intensidad de su voz, el sentimiento irrefrenable que sale de dentro y su brazo, que es el acompañante del ritmo frenético de sus palabras. Rocío Torres, de dieciocho años, lee un poema de ataques zombie y otro de amores frustrados. Óscar García Sierra, muy nervioso, se atrabanca en los poemas que lee. Y, como siempre, lo mejor para el final: recita la embarazada Luna Miguel. Ella es, la estrella de los cuatro, la más famosa y un ejemplo y referencia para muchos jóvenes escritores. Ella es la poeta que con veinticuatro años ha publicado once libros.

Óscar Hahn, en el escenario, tiene dificultades para recitar. Dice que tiene bronquitis. Y se nota. Carraspea, bebe agua, fuerza la voz para terminar los poemas dignamente. ‘Entonces fuimos barridos por el huracán/ Y caímos jadeantes en el ojo de la tormenta/ Ahora yaces bañada en transpiración/ Con la vista perdida en el cielorraso/ Y la sábana de arriba/ Aún enredada entre las piernas’. No defrauda a sus oyentes. El calor en la sala y el olor a madera nueva refuerzan la hipnótica atmósfera que el poeta logra con sus palabras desgarradas.

Se puede apreciar la silueta del chileno Óscar Hahn recitando

Se puede apreciar la silueta del chileno Óscar Hahn recitando

En un momento, el chileno, harto ya de los focos y de su impotencia vocal, pide a María Ángeles Naval, presentadora de la jornada, que hable un poco mientras él recupera la voz. “Haz lo que quieras, pero déjame descansar unos minutos”, dice. Entre el público brotan unas risitas. Cuando Óscar Hahn retoma la lectura, habla de la guerra y del papel de ésta en sus poemas. Sin embargo, termina su intervención con “En la tumba del poeta desconocido”: ‘No corrió la suerte de Lorca/ ni de Neruda ni de Eliot/ ni de Rimbaud ni de Rilke/ ni de ninguno de los que duermen/ en túmulos famosos/ Escribió lo que pudo y como pudo/ y su felicidad no fue la fama’.

Los cuatro jóvenes ponientes reivindican a continuación justamente el papel del poeta inexperimentado y un lugar para éste entre los poetas famosos. Durante la pausa entre Óscar Hahn y los cuatros jóvenes, algunos espectadores se van, otros llegan y, el ambiente cambia. Empieza la invasión de chicos y chicas «normcore‟, versión intelectual de «hipster‟, que se saludan los unos a los otros. Algunos componentes del emergente movimiento literario Los Perros Románticos o fans de Tao Lin y la Alt-Lit. Jóvenes que no quieren ser mainstream pero que entre ellos son muy parecidos. Vestidos largos, barbas frondosas, gafas. Bolsas blancas de tela con mensaje: «Shakespeare‟ o «Primavera Sound‟. Muchos son de la Generación de poetas por y para Internet.

El público del Festival de Poesía de Madrid PoeMad, al igual que los poetas, es muy diverso. Esta jornada de poesía personifica tanto el sosiego como la impulsividad. Poesía vieja, poesía joven. La embarazada Luna Miguel, Óscar Hahn y su bronquitis. Cada uno, sin querer, representando una etapa de la vida. Cada uno representando un momento de poesía.

P.Bal

Dicen que es preciosa

El ruido checo intraducible de la sala de fumadores me indujo a reflexionar. El ambiente cargado y ese detestable humo, que a su vez era harto característico, me hicieron entrar en trance sin necesidad de drogas. Me levanté con las piernas entumecidas, fui a la cocina de la cafetería, llamé a la puerta de madera carcomida y pedí la cuenta. “Goodbye”, dijo la camarera alargando el papelito sin reconocerme. “Nashla danou”, contesté yo.

Sillas recicladas, mesas antiguas y cutres, paredes estampadas, suelo de madera corroída y humedad, mucha humedad. Un piano, un sofá vintage, tablas de ajedrez, jazz, swing y creo que blues, bastante blues. “Dobra Trafika es la cafetería más auténtica de Praga”, recordé mientras acariciaba mentalmente la exposición de fotos del pasillo. Anduve como alma en pena o como pena en alma, a saber. El dependiente de la entrada introdujo los datos de mi pedido en ese viejo ordenador al que yo ya tanto cariño le había cogido. “See you soon”, dijo sonriente. “See you soon”, contesté como un lorito. Salí y me permití un segundo para saborear esa bocanada de aire fresco común en las afueras de las grandes ciudades a altas horas de la madrugada. Y respiré una vez más en un inútil intento de conseguir rebajar ese colocón de emociones acumuladas durante un tiempo. En un intento de asimilar que estaba terminando una etapa.

Praga, capital de la República Checa, dicen que es preciosa. Aunque algunos no saben exactamente a qué se refieren.

Cinco meses atrás, cuando bajé del avión, me puse a seguir inconscientemente las pistas de Franz Kafka. Pronto descubrí que lo único que queda del escritor checo que firmaba en alemán es una plaza con su nombre, un museo en su honor y muchos turistas que se llenan la boca con La metamorfosis. Ahora, si alguien me preguntara mi opinión sobre la ciudad diría que Praga no tiene nada que merezca la pena destacar. No tiene grandes museos ni grandes plazas para sacar impresionantes fotografías. Praga no tiene altos rascacielos ni amplias avenidas. Los suelos de toda la ciudad están mal pavimentados, está plagado de turistas y los taxistas timan a todo aquél que no hable checo. Lo bueno es que nadie me pregunta cosas tan concretas, así que nunca lo cuestiono demasiado.

He oído decir que Praga es preciosa. Aunque algunos no saben decir por qué. Ni siquiera yo.

Pronto descubrí también que inconscientemente había encontrado tres lugares donde cobijarme cuando el olor rancio de la moqueta de mi habitación se instalaba en mis neuronas, o en otras partes de mi cabeza. Dobra Trafika, Abstrakt y Akropolis constituyeron los tres vértices de lo que un sabio amigo mío bautizó con “Triángulo de las Bermudas”. Los más auténticos, los más viejos y dejados. Los mugrientos. Esos lugares que apestan y en los que las escenas son siempre sórdidas. Espacios tan cerrados y tan subterráneos que da igual que sea verano u otoño.

“Praga es preciosa”, en muchos idiomas. Y, bla, bla, bla.

Lo fascinante de esta ciudad es que no hay nada visible que sea fascinante. El castillo puede impresionar, el río Vltava, también. The Dancing House o Charles Bridge, puede que también. Old Town Square o The Jewish Court. Muchas fotos. Sin embargo, si alguien me preguntara diría que lo que realmente me gusta de Praga es la actitud reacia de sus habitantes. La esencia de una ciudad introspectiva y a su vez encantadora. El valor o capacidad de no seguir la moda estilística y vestirse y peinarse como les da la gana. Horteras, mucho. Admirables, quizás más. Se mueven como gusanitos entre las callejuelas, pasando desapercibidos entre la marabunta de turistas. Viven una vida casi en paralelo, mostrando su coraza patriótica en muchas ocasiones, reservando sus palabras y mejores sonrisas para los suyos. He mirado y observado a los jóvenes checos, residentes en la capital de Bohemia. No he entendido ni dos solas palabras, pero ríen, se abrazan y gritan mucho. He pisado muchos bares, amanecido en muchas fiestas y he comparado. Los checos beben y viven la música y priorizan eso en las discotecas o antros salvajes. Ahí no se sale a ligar.

Praga tiene dos Pragas: la de los turistas, la de los locales. Sin necesidad de confluir en ningún punto. Una ha sabido convivir con la otra. La otra con la una.

Dicen que Praga es preciosa y lo dicen mucho. Dicen y dicen y yo voy a dejar de decirlo porque no hay que sobrevalorar.

P.Bal

Salir corriendo

Suena Franz Ferdinand. “So if you’re lonely, you know i’m here waiting for you”. Cierro la puerta tras de mí y empiezo a calentar un poco. Cuádriceps, gemelos, bíceps, tríceps, etc. Me apoyo con las manos en la pared, respiro un poco con los ojos cerrados y, después de la preparación previa en el portal, abro la puerta de la calle. Vuelvo a respirar. Ando con paso firme y ligero siguiendo el ritmo de “Take me out”. “Pam pam parara pam pam, pam pam parara pam pam I say you don’t know, you say you don’t’ know, I say… take me out”. Así de contenta me saco a pasear por la capital de Bohemia.

Empiezo a trotar. Me quiero centrar en la respiración, pero cuanto más pienso en ella más difícil se me hace seguir el ritmo. Voy tomando una calle, otra, cruzando un parque, dejando cada vez más atrás la rutina y las obligaciones. El suelo, mal asfaltado e inestable, me impide llevar una velocidad digna de admirar. Si algo he aprendido en este camino es que la constancia es más productiva que la velocidad. O eso creo. Sigo trotando y corriendo. Hay un camión descargando bebidas para un supermercado. La brisa me acaricia suavemente la mirada y el sol empapa mi frente con gotas de esfuerzo. Cuesta elegir caminos y en reiteradas ocasiones termino en callejones sin salida.

Llego al parque con más subidas y bajadas que se haya visto nunca. Pero también, el parque con más plantas y vegetación de una gran ciudad. Una mujer lee un libro bajo el sol mientras cuida de su bebé que duerme en el carrito. Me cruzo con otro corredor e intercambiamos una mirada de complicidad. A mi lado derecho, un grupo de amigos toma cerveza riendo por el efecto del porro que se están pasando alegremente los unos a los otros. Sigo corriendo sin saber muy bien en qué dirección seguir. En el césped hay una pareja tumbada. El chico acaricia la tripa de su amada que yace en la hierba con la camiseta subida. Entre risitas y jadeos el joven introduce la mano por dentro del pantalón de su compañera que se retuerce de placer sabiendo lo que puede suceder a continuación. Me ven y no paran. La pasión es ignorante y me alegro muchísimo de ello. Voy dando vueltas por el parque y vislumbro otra pareja de edad madura. Unos ancianitos adorables de unos ochenta años que se muestran mutuamente algunos vídeos en sus smartphones. Salgo del parque y cojo una amplia calle que termina en un túnel que cruza la vía del tren. “Después de este túnel sólo puede estar el mar”, pienso por un segundo. Pero no lo está.

El bebé con su mamá, el grupo de amigos, la pareja pasional, los dos tiernos ancianos, el mar. Pienso en el curso de la vida y sonrío. Noto cómo mis pelos de gallina traspasan el sudor de mi piel y me ruborizo de la emoción. De la emoción de emocionarme. De la sensación de sentir. De estar ahí dónde estoy. De sonreír. De sentirme cómoda en mi propia piel. Me emociono tanto que dejo de correr para seguir el camino andando. Me emociono tanto que dejo de pensar en respirar y mi mente se rinde ante la voz de Feist. “I feel it all, I feel it all, the wings are wide, the wings are wide”, canto a grito pelado. Qué lo escuche quién quiera. Qué lo oiga todo el mundo. Canto y ando mientras sonrío y bailo. Y así una hora y media. Y así cuando regreso a las obligaciones. Y, así, muchas, muchas veces.

P.Bal

No quiero dinero, sólo necesito hablar

Saboreando el último mordisco de la pizza, llegamos a la parada del tranvía. Nos dirigimos al panel de los horarios. Miramos, revisamos durante unos segundos. Una mirada cómplice entre nosotras indicó que seguíamos sin entender la estructura de los horarios checos. De hecho, ni siquiera sabíamos si íbamos a coger el tranvía en la dirección correcta. Reímos y pusimos en palabras lo que nuestros pensamientos evidenciaban a gritos.

Una anciana se nos acercó. Parecía perdida y ebria. Mi amiga la miró con tristeza y, con un hilito de voz, le preguntó: “do you need some money?”. Sin esperar respuesta, abrió la cartera y le dio lo poco que le quedaba. Instintivamente, hice lo mismo. La mujer puso una mano encima de la otra y, como si pidiera caridad, recogió las pocas monedas que le ofrecíamos.

“I don’t want money, I only want to talk”. Sólo quiere hablar, sólo quiere hablar, repetía yo misma hacia mis adentros. Esta mujer sólo quiere hablar. Algo recorrió todo mi cuerpo y me estremecí. Me acordé de mi abuelo. Recuerdo leer su libro. Un libro que escribió de su puño y letra, con mucho amor, y fotocopió para todos sus hijos y nietos. En él, narra su historia, su dura experiencia con el Franquismo. Cuenta cómo su padre murió por sus ideales republicanos y cómo él tuvo que ocupar su lugar sacando adelante a toda su familia. Lo hizo mendigando. Mendigó con ocho años. Y, en este libro, recuerda su pasado para rememorar su presente. Mi abuelo nunca tuvo la oportunidad de ir a la escuela y, por su cuenta, aprendió a leer y a escribir. Luchó por un trabajo y lo consiguió. Así, con mucha admiración, lo leí todo. “¿Tienes alguna cosa para preguntarme?”, me dijo entusiasmado cuando terminé de leer. Me quedé pensativa. Me quedé muy pensativa. No sabía por dónde empezar, de hecho, ni siquiera sabía si empezar. Él, rápidamente, tomó las riendas: comenzó a hablar y no paró. No paró durante tres horas. Fue en ese momento cuando comprendí lo necesario que es expresarse y lo bonito que es hablar y que haya alguien para escucharte.

La anciana se llama Viera. Tiene ochenta años, aunque hubiese apostado que no llegaba a los setenta. Lleva 28 años viviendo en Praga. Se mueve frenética balanceando los brazos y contorsionando las caderas. “Tequila for you, Tequila for me”, tararea apasionadamente. Le cuento que nací en España.

– Oh, Spain! I know… Gaudí, Picasso… Sagrada Familia, el Prado…

No paro de asentir con la cabeza. “Sí, sí, sí”, voy confirmando sonriente todos sus datos sobre el país. Sobre la cultura del país. Viera es entrañable. De repente un grupo de chicos se acerca a comprobar el horario de tranvías y Viera se asusta. Nos agarra fuerte de los brazos y nos aparta de ellos. Tiene mucho miedo. Cree que todos los hombres quieren robarla o hacerle algo malo. Empiezo a preguntarme qué debía haber pasado para que su actitud sea así de reacia. De hecho, no me lo pregunto, me lo imagino directamente…

Intentamos calmarla asegurando que con nosotras al lado no le pasará nada malo. Mi amiga le ofrece un cigarrillo. Viera se lo pone en la boca y mi amiga prende el encendedor. No es capaz de encender el cigarro. Clic, clic, clic. Cada vez que acerca el mechero al cigarro de Viera, ella se aparta, se asusta. Tiene miedo a quemarse.

Luego hablamos de Francia, puesto que mi amiga es de ahí. Viera nos cuenta su experiencia con la vida, sus viajes, su vida en la calle y su optimismo con el mundo. Viera es entrañable. “Tequila for you, Tequila for me”, canta cada vez que no sabe qué decir. Comprende el inglés y se defiende admirablemente. Una hora más tarde, a las cinco de la madrugada, decidimos coger el tranvía. Nos despedimos apenadas de verdad. Viera sonríe, entiende que debemos marcharnos y nos besa las manos con frenesí. Subimos al tranvía y, mientras la despedimos con las manos impregnadas de su ternura, me doy cuenta que Viera no era la única que necesitaba hablar.

 

P.Bal

Un golpe de mala suerte

Tras muchas súplicas, alguna que otra excusa, incontables mentiras y cuatro lagrimitas de cocodrilo no conseguimos convencer al revisor. Nos pide la documentación y nos acompaña al cajero automático. De malas maneras, sacamos 800 coronas, lo equivalente a 35 euros y pagamos la jodida multa por no haber comprado el correspondiente billete. Por mala suerte, perdemos el último metro. Salimos a la calle y una dosis de realidad impacta en nuestra cara. En estos casos, es mejor reír que llorar. Esperamos 40 minutos a -10 grados que llegue el tranvía. Ninguna se atreve a hablar. La noche nos ha salido cara y nuestras carteras están igual de resentidas que nuestros hígados. Además, estamos malhumoradas. Una chica con indumentaria heavy metal ríe horriblemente. Su cara parece una patata y detrás de esa fea sonrisa se esconde una risa desquiciadora. Sólo pienso en pegarla. En meterle una hostia y en llegar a casa para dormir y olvidar esa mala jugada.

 

SEIS DE LA TARDE.

Más de 60 intrusos bebiendo cervezas sin parar. El objetivo, emborracharse. Menos de 25 coronas la cerveza. Menos de un euro en lenguaje europeo occidental. Música heavy metal. Ruido. Risas. Mezcla de idiomas. Papanatas que intentan hablar en inglés con un acento de lepe horrible.

– I’m gonna order another beer. Do you want something, guys?
– No, thanks, Richard

Y, así hacen el negocio. Cerveza tras otra, sin importar mucho la calidad. Lo más sugerente es el precio. Y los turistas, ufanos, consiguen cumplir sus objetivos siendo fieles a sus expectativas. “Everything is cheaper here”. Todo muy banal. Nombre, nacionalidad, estudios, lugar de residencia, duración de los estudios. Poco más. Bajo el mismo patrón se repiten las conversaciones una y otra vez.

Después de cuatro o cinco cervezas salimos a la calle. La fría temperatura toma el control de nuestras palabras y se convierte en el tema de conversación principal. Todos fuman sin parar. Todos somos felices o contentos. Estamos borrachos, hemos conseguido hacer amigos rápidamente. La ciudad es preciosa. Y, sin darme cuenta, estamos ya en otro bar. Ahora el plan es otro. Hay que conseguir yerba. Todos nos ponemos serios y, con las máscaras de macarras, nos introducimos al bar. Yeah, you, you. Nos venimos arriba. Ponme un gin-tonic. El camarero coge la botella de Beafeater y, marcando sus prominentes bíceps, echa la ginebra en un vaso de chupito. De éste pasa a un vaso de mayor dimensión. Corta un limón. Lo añade. Rellena el resto de vaso con tónica. Pago 100 coronas, 4 euros en lenguaje estándar. Lo pruebo. Sólo sabe a tónica. Por un momento pienso que me saldrá cara la borrachera. Sin embargo, en este bar no tienen yerba, lo que supone un gran ‘minipuntito’ para mi cartera.

DOCE DE LA NOCHE.

Corremos para coger el último metro. Algunos expertos del grupo nos aseguran que no pasará nada si no compramos el billete.

“Tickets, please”, “Thanks”, “Tickets please”. Damn. Todo se congela a mi alrededor, excepto la imagen del revisor acercándose a nosotras. Mi cartera se retuerce de dolor y mi cara empalidece mientras pienso rápidamente como sobrellevar la situación. Gran golpe de mala suerte.

 

P.Bal

París no era una fiesta

El Señor debía estar glorioso, pues su casa era la más concurrida esas navidades. Ya sea por devoción o por simple curiosidad, eran muchos los que se acercaban a visitar la atracción cristiana. Eran tantos los que querían verle que se amontonaban en las puertas mientras las autoridades pedían, en francés, que formaran una ordenada fila.

París no era una fiesta, era la congregación más grande de turistas absurdos nunca vista. Y Roby, muy a su pesar, era uno de ellos.

Uno detrás de otro se adentraban al templo sagrado con sus cámaras preparadas en modo “flash desactivado”. Ganaba el que conseguía captar los detalles más imperceptibles, el que tenía la foto más espectacular, imposible de encontrar en Google. Los cuerpos humanos se paseaban con aire luctuoso por los rincones de la guarida de Dios. “Silence, s’il vous plaît”, dijo alguien por el altavoz. Aunque probablemente muchos no entendieran el idioma, todos callaron avergonzados.

París no era una fiesta, era silencio forzado.

Roby sabía que cumplía bien con su función de turista. Había visitado la famosa Tour Eiffel, y tenía pruebas de ello. Había comido ratatouille, macaroons, croissants. Y tenía pruebas de ello. Había paseado por des Champs Elysées, navegado por el río Sena. Y tenía pruebas de ello. Y tenía pruebas de ello. Había recordado el cuento de Victor Hugo, imitando al jorobado. Y tenía pruebas de ello. Había gastado, observado, degustado, confirmado, había fotografiado. Sin embargo, no había saboreado. O sí… pero sólo había saboreado lo que imaginaba saborear.

París no era una fiesta, era una ciudad desencantada.

Montmartre, ya no era dónde los artistas vendían sus obras, sino el lugar donde fabricaban los cuadros a petición de los turistas. Parecía que los pintores habían canjeado su talento por caricaturas rocambolescas. Quizás, el cielo de París era la única pureza. Las luces, las boinas, unas azoteas exquisitas que se dejaban acariciar por los débiles rayos de un sol invernal. La masificación había impersonalizado esa frágil ciudad.

Todos esos turistas intrusos, inconscientemente, habían violado a Amélie, destruido el Moulin Rouge, desgarrado la voz de Edith Piaf. Habían menospreciado el recuerdo de Hemingway, obviado el J’accuse de Zola. Banalizado la Gioconda de Da Vinci. Las autoridades habían convertido en atracción las memorias de la Revolución Francesa. Liberté, egalité, fraternité no retumbaban ya siquiera en la plaza de la Bastille.

París ya no era una fiesta, era sólo una gran resaca.

Y, mientras bebía agua para saciar su mono de alcohol, París fue vulnerada. Nadie esperaba que la ciudad intocable pudiera ser herida. Fue en ese momento cuando los turistas, rápidamente, se atrincheraron y pasaron a ocupar un segundo plano. A nadie le importaba ya el Musée d’Orsay o le Phantéon. Los muertos no estaban en las criptas turísticas ni en idolatrados cementerios, estaban esparcidos por las calles. Los turistas decidieron ocultarse en los hoteles y seguir por la televisión esos acontecimientos que siempre habían creído propios del Tercer Mundo, pero estaban teniendo lugar en París. Es obvio que morir no es plato de buen gusto y morir fuera de casa, lo es menos aún. ¿Verdad?

París no era una fiesta, era trastorno.

Las noticias volaron como una ola expansiva y turistas de distintos puntos del planeta se solidarizaron, desde sus casas, con la tragedia. Roby, que había estado en París recientemente, no pudo evitar subir una foto con el hashtag de turno. De repente, muchos individuos se dieron cuenta que “libertad de expresión” era un concepto que no estaba vacío de significado. Y, usando la Libertad de Expresión como única bandera, se compadecieron de los atroces actos. #TousALaMarcheDu11Janvier, #LiberteDeLaPresse. Todos ponían en práctica su dominio del francés.

París no era una fiesta, pero era el centro de atención.

La ciudad estaba teñida de un color rojo purpúreo vivo. Podría recordar a la querida “Sangría” que tanto gusta a los franceses que visitan nuestras playas cuando el clima lo permite. Sin embargo, quizás sería cruel afirmarlo de este modo en este contexto. La sociedad civil se lamentaba, los políticos se solidarizaban, los policías se movilizaban. Y, mientras, los turistas, medio paralizados, buscaban un vuelo de emergencia para volver a sus casas.

París no era una fiesta, era llanto y desolación.

Era caos.

Era temor.

Era una pesadilla.

Era una ciudad truncada que descansará en paz por la ausencia de turismo durante un tiempo.

 

P.Bal