“Hoy estoy arrollador. Podría conquistarla. O conquistarlas…”. James se miró en el espejo durante 9 minutos. Una nariz chata, una frente pronunciada. Se pasó el hilo dental entre los incisivos. Se petó un grano de la mejilla que se camuflaba entre los pelos de una barba poco uniforme. Puso los labios como si fuera a dar un beso. Cerró los ojos durante varios segundos. Los abrió. Descubrió su rostro. Supo que no era Dorian Gray pero, al igual que él, se amó. Intentó sonreír y, tras su fracaso, se dirigió a la cocina al son de “Angieeee I still love youuu”.
Salió a la calle y miró su reflejo en el portal a sabiendas que era la última vez en mucho tiempo que vería su cara. Quería descubrir su alma y aflorar su piel. Estaba convencido que la puesta en escena era producto de la imagen que el espejo le había brindado. Probó sonreír otra vez y, tras un efímero tembleque labial, chasqueó los dedos e, inconscientemente, se deseó suerte a sí mismo. Sabía de sobras que era una prueba que no podría tolerar cualquiera sin prejuzgarle antes o encasillarlo como “tipo extraño”. Sin embargo, James quería probarse y el resultado podía ser determinante. Realmente, él no inventó la prueba. Lo cierto es que se inspiró en el personaje de un libro de Sartre. En éste el personaje decía que se veía como creía que lo veían los demás, así pues, no podía ver con claridad su “yo” puro, sino que tenía la percepción de él mismo a partir de la interacción con su entorno.
James subió al autobús, se sentó, abrió su libro de Mann, leyó, lo cerró, bajó, se fumó un cigarro, saludó cordialmente a unos compañeros de clase, apuró la última calada, lo tiró y entró a clase. Llegaba tarde, como de costumbre, pero se negaba a abandonar vicios. Mientras la profesora explicaba cómo desarrollar estrategias de consultoría turística, James dejó volar su imaginación.
El día transcurrió con auténtica normalidad. Cada vez que pasaba por un escaparate se excitaba pensando que podría mirarlo pero que, contrariamente, no lo hacía. Cada vez que pasaba un vehículo por delante mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde, bajaba la mirada para no tener tentaciones. En momentos determinados sentía que estaba forzando algunos movimientos y se sentía poco natural. Robocop danzarín. En otros momentos se sentía único, superior, formidable. Le gustaba pensar que tenía un secreto que sólo compartía consigo mismo y, a grandes rasgos, podía decir que se sentía realizado.
– Oye, tío, te ha salido un grano enorme en la nariz
– ¿Ah sí?
– Joder, ¿tú no te miras en el espejo o qué?
– Mmmm… la verdad es que no
A Charlie no le impresionó la respuesta. Asociaba a James con el pasotismo y la dejadez. James notó como se le acumulaba progresivamente la sangre en la cara. Sentía que se ponía rojo. Intentó buscar el grano con el dedo meñique, haciendo ver que se sacaba una lagaña con el dedo índice. No le pareció que el grano tuviera que ser tan grande… Primer bajón de la prueba: segundo día.
– Charlie… ¿cómo es?
– ¿El qué?
– Joder, tío, el grano
– Pues yo que sé, rojo, como todos los granos
– ¿Tiene pus?
– ¡Eh, eh, a mí no me ralles! Míratelo tú mismo
– ¡Qué no quiero!
Durante el resto del día se sintió cómodo. Sabía que su cara era, durante esa prueba, su máximo representante hacia los demás y, le costaba imaginársela sin haberla visto antes. Le costaba ser él mismo, porque no sabía quién era realmente.
A medida que transcurrían los días, James se reafirmaba más en su decisión y creía, cada vez más, que estar acompañado está sobrevalorado. “Me encanta que piensen cosas negativas sobre mí, significa que estoy haciendo algo bien”, anotó en una libreta un día, “me siento muy bien por hacer esto y saber que soy uno de los pocos al que le importa una mierda su imagen”, escribió a continuación. La barba rubia fue creciendo día tras día, igual que su larga melena rubia, igual que sus inseguridades teñidas de distracciones.
Un animal enorme se acercó lentamente. James se asustó y, paralizado, intentó recobrar el coraje para cumplir su misión. Tenía que llegar al otro lado del río y estaba seguro que con sus poderes podría conseguirlo. Se tiró de cabeza al agua y empezó a nadar. Sin embargo, se enredó con algún objeto y empezó a hundirse. Sentía como iba perdiendo la respiración, en vez de aire, sus pulmones empezaron a llenarse de agua. De repente, apareció moribundo en un islote y, desde el cielo, vio su cuerpo tendido.
James despertó sudando. Sin tocarse el pecho, se dio cuenta que el corazón le palpitaba de forma inusual. Se levantó de un brinco y se dirigió al baño para mojarse la cara. Con los ojos cerrados y los brazos tendidos firmemente hacia delante, andaba por el pasillo como un zombie. Sabía que no podía mirarse en los espejos, pero aún tenía tentaciones.
– James, hijo, ¿qué haces?
– Déjame, mamá, en serio
Llegó al baño y, con mala suerte se tropezó con la alfombrilla de la ducha y cayó de espaldas como una cucaracha. “¡Me cago en la puta madre de Dios! La puta alfombra, ostiaa putaa”, dijo indignado. Se levantó y se lavó la cara de mala gana. Empezó a pensar en el sueño que había tenido y en Sigmund Freud. Creyó que ese sueño podía formar parte de su inconsciente y sentía que en la vida real no era capaz de todo, ni capaz de nada. Volvió a la cama con los ojos bien abiertos y la espalda bien jodida.
Durante los últimos días reflexionó mucho. Estaba negativo y se mostraba con su entorno más negativo que de costumbre. Escribió sobre el consumismo. Ahora él creía que estaba por encima de ciertas superficialidades. Había adquirido más seguridad hacia su persona. No le importaba que las chicas le ignoraran en la discoteca, tampoco le daba importancia al hecho de que la gente por la calle lo mirara más que de costumbre. Se sentía solitario e incomprendido y esa sensación le producía unos indecibles escalofríos positivos. Se seguía amando.
“Hoy me siento arrollador. Podría conquistar el mundo entero, pero no pienso hacerlo”. James se miró en el espejo durante un minuto. Cogió el peine, se desenredó la melena y se hizo una coleta. Se vio tres granos, se vio entrecejo, se vio restos de comida entre los dientes. Miró su mirada y se dedicó una amplia sonrisa a sí mismo. “Mi mundo es mío”, pensó hacia sus adentros. ¿Prueba superada?
P.Bal